CAPITAL FEDERAL, Enero 01.- (Por Mario Wainfeld )La Argentina fue desde 2003 (también en el año que termina) un país gobernable. No lo es por esencia, casi nunca lo fue en períodos comparables: lograrlo fue mérito de su sociedad civil y de su gobierno. A grandes trazos, lo ocurrido en 2011 en materia política y económica fue previsible. El PBI, los sueldos y las jubilaciones crecieron (casas más, casas menos) lo que estimaban el oficialismo y los consultores de otros palos no mendaces ni ignorantes, que son los menos. La cotización del dólar, la inflación, las reservas del Banco Central se enmarcaron dentro de los parámetros imaginables, fuera del universo apocalíptico opositor. El triunfo del oficialismo en las elecciones nacionales y de casi todos los gobiernos provinciales era lo más factible.
Si la historia la escriben los que editan (grandes medios) eso quiere decir que habrá tremendismos y distorsiones. Si la construye un gobierno con los pies en la tierra y la convalidan las mayorías populares, las predicciones pueden ser más afines a los hechos.
La magnitud de la ventaja electoral que logró el Frente para la Victoria (FpV) trascendió las expectativas, eso sí. Pero no dejó de ser lógica, dados los desempeños de todos los competidores.
El futuro siempre es incierto, entre otras causas porque depende de factores exógenos a la Argentina. Pero una hipótesis probable es que las coordenadas que ayudan a entender el (para nada inextricable) pasado reciente sigan demarcando lo que vaya a suceder.
Tal el resumen ejecutivo de esta nota, que se pasa a desarrollar.
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Dos décadas, ocho años y medio: Diez años duró el frenesí neoconservador en la Argentina. El color local empeoró un disparate extendido en todo el globo agregándole el aditamento de la convertibilidad. Prolongó esa praxis, digamos, ocho años más de lo aconsejable. El mix tenía congruencia con la ideología dominante en la etapa aunque pocos países llevaron la insensatez a tamaños extremos. La salida de la convertibilidad fue catastrófica, con secuelas socioeconómicas que se siguen pagando. La entrega del patrimonio nacional, las privatizaciones salvajes sin salvaguardas y el desbaratamiento de los restos del Estado benefactor vinieron en combo. Se cumplieron recién diez años del estallido, un buen término de referencia para cotejar la realidad actual.
También es adecuado, piensa el cronista, valerse del método comparativo respecto de coyunturas que atraviesan hoy día en otras latitudes. En los países árabes los pueblos reaccionan contra años de gobiernos despóticos, las rebeliones o revoluciones son apasionantes, su final abierto. En el centro del mundo, en Europa especialmente, una camada de dirigentes desangelados acompaña y agrava una crisis económico-financiera machaza. Un solo recetario cunde, fue un fracaso en este Sur. Los gobiernos entregan el poder a líderes de emergencia, sin apoyos populares visibles o pierden las elecciones. Silvio Berlusconi, José Luis Rodríguez Zapatero, Giorgos Papandreu caen como muñecos. Quienes los reemplazan optan por acentuar la cartilla insolidaria que defenestró a sus antecesores. Suena incoherente, aún suicida, seguramente lo es. La recesión, la protesta de los indignados, el paro creciente, la caída de legitimidad de los líderes, los recortes, la flexibilización laboral son moneda corriente en la Unión Europea (UE).
En América del Sur la relación entre los gobernantes y sus pueblos es más fértil. Los indicadores mejoran, Argentina forma parte de esa tendencia. El aire político económico de aquí, del vecindario, se respira mejor.
La Argentina de 2011 es muy otra cosa que la de una década atrás, se la mire por donde se la mire. De esos diez años, ocho y medio correspondieron a gobiernos kirchneristas. Fueron –en términos comparativos, que es una buena forma de medir, acaso la mejor– los más rescatables de la transición democrática. Se conjugaron el crecimiento económico, el repunte en las condiciones sociales y laborales, la estabilidad política y sustentabilidad económica. Aunque haya gentes que no lo crean, aunque se lo cuenten de otro modo.
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Los protagonistas no famosos: La presidenta Cristina Fernández de Kirchner estaba en pole position para las elecciones a principios de año. Sus adversarios, un pelotón sin supremacías sensibles, apostaban sus chances a los errores del Gobierno, a un parate de la economía, al desborde inflacionario. En último caso, a una eventual segunda vuelta colonizada por el rechazo al FpV. Eran varias carambolas, libradas al azar o a decisiones ciudadanas que debían encauzar. Los challengers minimizaron sus posibilidades, la Presidenta optimizó sus recursos. El resultado fue el más esperable, los guarismos superaron cualquier expectativa. La cosecha de votos batió varios records, acaso los más definitorios sean la diferencia con el segundo (cuyo porcentual corresponde al de cualquier tercero en comicios previos) y la marca del largo 54 por ciento, por su resultante en el Congreso y por consagrar una mayoría absoluta.
La ciudadanía votó masivamente en las compulsas provinciales y en las nacionales. Fue rotunda y sutil a la vez: se expidió de maneras distintas en intendencias o gobernaciones. El sufragio universal y obligatorio (inigualable legado republicano de los partidos nacionales y populares) se conjuró con una serena ansia de participación. Se especulaba (se anhelaba) que “la gente” se aburriría de ir al cuarto oscuro dos, tres o cuatro veces según los distritos. “La gente” honró su derecho-deber con encomiable prolijidad. En una sola provincia, Chubut, gobernada por el peronismo federal, hubo un escrutinio sospechado y turbio.
Uno de los más serios errores de la oposición en general y de su vanguardia mediática, muy en particular,