El país

El último vagón

CAPITAL FEDERAL, Febrero 20.-(Por Mario Wainfeld) La búsqueda de culpables de un accidente, recurrencias mediáticas y judiciales. Los maquinistas frente a un riesgo y un trauma constante. Un fiscal imaginativo, que aguanta los trapos. La inventiva contra las garantías constitucionales. La responsabilidad empresaria, cargada sobre los trabajadores.

  

El accidente de tren en San Miguel, con su secuela de cuatro muertos y decenas de heridos, escandaliza por unos días a “la sociedad”. La identificación con las víctimas es clave en el tratamiento mediático porque cualquier lector, oyente o televidente pudo serlo. El enfoque dominante procura certezas y culpables a velocidad de rayo. Se detiene a los maquinistas Sergio Balbi y Pablo Raviola. Se les toma indagatoria seguramente en estado de shock, el fiscal Paul Starc pide que se les deniegue la excarcelación ulterior. Pide cambio de carátula, de homicidio culposo a homicidio con dolo eventual, lo que acrecentaría la condena. El juez federal Juan Manuel Yalj, con apego a derecho, los libera tras interrogarlos durante horas y no cambia la carátula.

 

Se acumulan datos dispersos, acaso prematuros, sobre los hechos. Varias radios excitan la pasión ciudadana, hay protestas de oyentes cuando los acusados salen del juzgado. En el fárrago de palabras, una recomendable crónica de este diario publicada anteayer recoge un comentario del vocero de La Fraternidad, Horacio Caminos. El hombre destaca que un maquinista con 30 años de labor carga en su vida con 30 o 40 accidentes graves o mortales que no causó pero en los que participó. El autor de esta columna evoca de sus tiempos de abogado laboralista un par de casos de accidentes de trabajo sufridos por guardas que asumían, con asombrosa naturalidad, la abundancia de “descarrilos”. Eran otras épocas, claro, había más ferrocarriles y más frecuencias.

 

Pero vale la pena retomar el punto e imaginar la escena. Si el tren es eléctrico, el conductor va adelante. El maquinista ve que va a chocar contra un ser humano, registra que no puede impedirlo, lo intenta en vano, siente el atroz ruido, tal vez gritos. Se produce el siniestro, el tren se para, ve los restos de otra persona. Los pasajeros quizá curioseen durante unos minutos, pregunten. Luego volverán a su rutina, a sus derechos, exigirán que se reanude el servicio. Despotricarán o putearán a los que tienen cerca, a los laburantes. Entre ellos, los que cargan con esos segundos terribles, que los acompañarán toda la vida. Las empresas ferroviarias, aun las argentinas, tienen esos traumas previstos como contingencias de trabajo: sus ART los atienden, si hace falta se derivan al servicio psicológico. Uno de esos psicólogos acompañó a los maquinistas durante la indagatoria.

 

El cronista no pretende ahondar sobre las responsabilidades penales estrictas en el caso en cuestión. Sí debatir cómo se acusa, cómo se encubre la explotación, cómo se induce al público a centrar la mira en empleados híper exigidos. El objetivo es analizar cuestiones de contexto, legales, judiciales, culturales y políticas.

 

En estas situaciones, como en tantas, hay un declive peligroso a desenganchar el último vagón. O a tomárselas con el último orejón del tarro.

 

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El impacto de los accidentes en los maquinistas ferroviarios es un trauma clásico de su actividad, en todo el mundo. En la Argentina, hasta mediados de la década del ’80 la legislación no lo contemplaba o tutelaba. Un conductor que sufriera esa circunstancia no se consideraba accidentado, pues no había padecido lesiones corporales. Tampoco tenía derecho a licencia. En el decurso de la apertura democrática, la protección se amplió. La Unión Ferroviaria, cuando José Pedraza era un digno dirigente, consiguió mejoras y habilitó un departamento de atención profesional, en el que interactuaban médicos, trabajadores sociales, psicólogos. La estructura fue desmantelada por el propio Pedraza, ya reconvertido a principios de la década del ’90, en plan de aligerar las cargas económicas y protectorias de las concesionarias que vendrían con la privatización.

 

Este diario conversó con profesionales vinculados a esa experiencia, con la confidencia evidente para casos concretos. El trauma post choque es tremendo, se prolonga durante años o toda la vida. Es un estigma para quien embistió a una persona aunque esta fuera un suicida o aunque la responsabilidad del maquinista fuera nula. Sobre su conciencia carga el daño y, de alguna forma, hasta responsabilidades empresarias: la obsolescencia o mal mantenimiento del material ferroviario. Quienes ven todas las semanas cómo gente de a pie arremete al joven futbolista Diego Buonanotte pueden imaginar cuán ruin se puede ser con quien ha participado en un hecho luctuoso, qué fácil es lastimarlo. Un maquinista puede encontrar diatribas parecidas en una enardecida discusión familiar o en su barrio.

 

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